¿Por qué me gusta tanto el fútbol sala? ¿Por qué me obsesiona hasta la locura el bote de un balón? ¿Por qué me fascinan los colores de las camisetas o el rugir de la hinchada jubilosa? ¿Por qué me eriza la piel el sonido de la bota golpeando el cuero? Muchas veces me paro a pensar e intento responder a estas preguntas y no consigo articular una respuesta. Entonces, recuerdo. Recuerdo y me veo con dieciocho años, asomado a la ventanilla del avión, junto a mi madre y a mi hermano menor, vislumbrando Madrid desde los cielo. Una mañana de los últimos días de invierno. Acababa de iniciar un viaje con motivo de mi primera Copa de España. La de Madrid 2018. La del WiZink.
Una vez ya en la capital y de camino al Wizink, me imaginaba como sería el pabellón repleto de aficionados. Imaginando ríos de hinchas peregrinando hacia un mismo templo en búsqueda del trofeo más mítico de nuestro deporte. Al llegar con el autobús, se percibía el murmullo de la multitud, provocando incluso un olor a fútbol sala. A los pocos minutos desvirtualicé a muchos de los que ahora considero son mis amigos y compañeros de viaje en este camino del Fútbol Sala: Emen, Javi, Pulido, Dani, Rubén, David… En el primer partido se enfrentaban Palma y ElPozo. Los de Vadillo dieron la sorpresa y ganaron a todo un ElPozo Murcia. Mi emoción y alegría se transformaron en lágrimas. Lo habían logrado.
La inocencia de aquel entonces me permitía vestir la camiseta de mi equipo y, al final del encuentro de Palma, cambiarmela por la de otro para así animarle en la siguiente eliminatoria. Varios amigos, que se acababan de ver en persona por primera vez, se convertían en uno durante cuarenta minutos más el descanso. Una ceremonia que finalizaba cuando sonaba la bocina y el silbato del colegiado. Cuando intento comprender por qué me gusta tanto el fútbol sala, recuerdo esos días. Creo que cada vez que he acudido a otro pabellón ha sido ansiando volver a sentir lo que sentí en mi primera Copa de España: ser parte de un todo.
En ese Palacio Municipal de los Deportes de Madrid, muchos entendimos las razones de nuestra pasión por este deporte. Algo como una epifanía. Todo se sustenta en la improbabilidad de un gol y la experiencia del pabellón. Las gradas ofrecieron la experiencia de la multitud con mayor intensidad que en otro momento de mi vida. En un mundo marcado por el individualismo, el fútbol sala era sinónimo de comunidad.
Nuestros gestores parecen obsesionados con guerrillas personales, trincheras mediáticas y batallas judiciales que ponen en riesgo la viabilidad de muchos clubes. Olvidando que la esencia de nuestro deporte, y sobre todo de la Copa de España, es la colectividad presencial. La ópera de la clase obrera. Un momento sagrado de jueves a domingo. Tras dos ediciones marcadas por las circunstancias pandémicas, la de Granada lo ha sido por el retraso en todo lo que tiene que ver con gestión y organización. Difícil elegir un momento peor para esta demostración de ineficacia e incapacidad. A pesar de esta mancha previa a la disputa de la Copa de España, las aficiones no sucumbren y llenarán las gradas de vida. Demostrando que la Copa de España sigue siendo un lugar de encuentro. Incluso de peregrinaje.
Y es que el aficionado es la última identidad que le queda a un deporte malherido. Una última oportunidad para evidenciar que la gente ama y sigue con pasión éste nuestro deporte. Solo queda terminar de preparar la maleta y contar las horas que quedan para volvernos a reunir con nuestros amigos de otros rincones y así dar el pistoletazo de salida a la Copa de España 2023.
Autor: Gabriel Izcue (@izcuefutsal)